8.25.2002

Había una vez una mujer que no sabía escribir diarios.
Le gustaba mucho comprar cuadernos bonitos y que se los regalasen. Le gustaba escribir, le gustaba levantarse y anotar sus pensamientos, le gustaba aprender cosas escribiendo. Le gustaba verse madurar en las palabras. Pero aunque escribir con pluma también le encantaba, nunca encontró motivos suficientes para terminar un diario. Tendía a vivir para otros la vida que no estaba segura de querer seguir viviendo para ella misma.
Le daban miedo los cambios de letra, las desprolijidades, los borrones y tachaduras, pero también descubrir cualquier mañana que ya no tenía ganas de levantarse, que ella no era motivo suficiente para hacerlo.
Probó entonces con un diario que pudiese leer todo el mundo y que al mismo tiempo la obligase a ponerse en pie, como regar las plantas o dar de comer al gato, pero los dos que tuvo se le murieron dentro porque no todo el mundo supo entender con qué objeto los escribía ni tampoco ver qué sagrada era para ella tal ceremonia.
Un domingo sintió de pronto que lo que realmente quería era terminar un cuaderno, ser capaz de llenar hasta la última hoja en blanco y que fuese secreto y solo para ella. Y pensó que si después de intentarlo una vez más no le salía, quizá fuese hora de reconocer que lo suyo no era escribir diarios íntimos. Ese mismo día decidió abrir una nueva cuenta de correo. Empezar de nuevo muchas cosas. Crear otros ritmos. Inventarse un modo más dulce de vivir.